Leí todo lo que pude sobre la Camáldula. La vida camaldulense es una llamada a la intimidad con Dios, a la renuncia al mundo y a la entrega total a la voluntad divina. Según las Constituciones de los eremitas camaldulenses de Monte Corona, "la Institución Eremítica montecoronense, tomando elementos esenciales del cenobitismo - regla de vida, obediencia y vida en común - y del eremitismo - soledad, silencio, custodia de la celda - aparece como armoniosa fusión de ambos géneros de vida. Cada eremita habita en una celda separada separada de las otras saliendo solo para la oración en común o las horas de trabajo matutinas y para las recreaciones comunitarias.
El eremita trata continuamente de reducir sus propias necesidades y busca en todo la pobreza, la humildad, la sencillez y el retiro. Buscando en todo primeramente el Reino de Dios (Mt 6, 33), el eremita renuncia a toda clase de autoafirmación y a los valores terrenos de cualquier género. El Yermo es el lugar de la búsqueda de Dios".
Se trata de una orden muy
pequeña, que en 2019 tenía tan sólo una comunidad en España, en la diócesis de
Burgos, en la que ya no podían acoger más vocaciones, puesto que estaba en su
máxima capacidad, 12 ermitaños, y tenía lista de espera de aspirantes.
Estaba considerando muy en serio solicitar
ser inscrito en esta lista de espera, después de varias visitas, cuando estalló
la pandemia del covid. Encerrado en casa, peleando con los alumnos en las
clases telemáticas, con mucho tiempo libre, solo, veía cada vez más claro que
la vida eremítica era “lo mío”.
Tan pronto como pude en 2021
volví a visitar el yermo camaldulense de Burgos, recibiendo la fabulosa noticia
de que iban a fundar una nueva comunidad en Córdoba.
Al mismo tiempo, en marzo de
2021, asistí por primera vez a la Misa tradicional. Y la Misa de siempre me
cambió la vida.
Después de un tiempo, se me hizo evidente que el yermo de la Camáldula ya no era una posibilidad. No podía conciliar la vida eremítica con la regla de san Benito adaptada a los cambios exigidos al finalizar el Concilio Vaticano II. Tenía muy claro que no quería volver a asistir a la Misa de Pablo VI. Venía sufriendo desde hacía años por los abusos de todo tipo, en la liturgia, en la doctrina, la moral; en las continuas ofensas al Señor. Llegó un momento en que, viendo claramente que la fuente del sufrimiento era el que le infligían a Dios sus mismos ministros y tantos bautizados, decidí asistir solamente a Misa tradicional.
¿Qué podía hacer? Ya había tomado, de manera inconsciente pero firme, la decisión de abandonar el trabajo y vender el piso. Comencé el curso 2022/23 sabiendo que no seguiría como profesor cuando finalizase. Pero trasladarme a Barroux o Fontgombault en Francia no era una posibilidad, a pesar de la liturgia tradicional, porque son cenobitas. Yo necesitaba el silencio orante profundo del ermitaño. Y me parecía claro, leyendo sobre la vida y obra de Dom Gérard Calvet, fundador de la Abadía Benedictina de Barroux, que la única solución a la profunda crisis en la Iglesia Católica es la refundación o la fundación de nuevas comunidades con liturgia y doctrina tradicional.
No soy sedevacantista. No voy a entrar en esas polémicas. San
Jerónimo decía que “el que está con la cátedra de Pedro, ése es de los míos”. Y
yo estoy en comunión con la cátedra de Pedro. Pero creo también que la mayoría
de nuestros pastores han caído presa de los errores modernistas y no están
enseñando la doctrina católica.
Con ese panorama, me pareció que sólo me quedaba la vía no reglada de marchar al desierto y vivir
como ermitaño benedictino, sin votos públicos.
¿Por qué elegí los Monegros? Eso
lo dejo para el próximo día.
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