Flashback: de católico conservador a católico tradicional


No tenía intención de explicar aquí mi historia, pero sí considero necesario utilizarla como punto de partida para comprender el contexto en que nacen estas reflexiones sobre Dios, Iglesia, la vida, el hombre, la historia y la sociedad que pretendo compartir para animar a otros a ser parte de “ese pequeño puñado de hombres que tienen el coraje de ser inactuales”, como dijo Gilbert K. Chesterton.

Me disculpo por estar empleando tres posts para hablar sobre mí, pero creo que los comienzos son siempre dubitativos, y me está costando estructurar bien el desarrollo de los acontecimientos para hacer comprensible cómo he llegado hasta la situación presente. Podría borrar los primeros posts y rehacerlo todo. Tal vez lo haga en un futuro.

En el primer escrito que colgué en este blog (enlace), decía que en la primavera de 2023 puse en venta mi piso en Barcelona, compré una casa en ruinas que convertí en una pequeña ermita en los Monegros, provincia de Zaragoza, y me mudé aquí en invierno, hace ya casi un año. La distancia y tiempo de viaje para confesarme, hablar con mi director espiritual e ir a Misa era suficiente para realizarla en un mismo día.

La toma de esa drástica decisión no fue algo repentino. Fue un largo camino que me pareció muy difícil en su momento, que creo que no busqué, y que fue definitivamente liberador, porque los tiempos de Dios son perfectos, aunque no nos ahorren el sufrimiento (o precisamente por eso). Yo era profesor de historia y ciencias sociales en un colegio concertado en Barcelona con educación primaria y secundaria de los que aún tienen etiqueta de católicos, propiedad de una congregación religiosa femenina en vías de extinción, en la que todos los maestros y profesores ya éramos seglares. Corría alguna Hermana por conserjería, pero lo único visible a ojos de alguien que no conociera el centro es que era demasiado anciana como para ser personal docente. Mi párroco me había conseguido este trabajo una vez obtuve las titulaciones académicas pertinentes. Cuando me vi con este empleo fijo, compré un piso en el barrio de la escuela y comencé a pagar una hipoteca que, si Dios quería, acabaría de pagar casi cuando me jubilara.

Con veintipocos años, estaba bien instalado. O eso creía yo. Me gustaba el barrio y la vida de barrio. Recuerdo que me sentía feliz. Pero, siendo católico de cuna, de familia conservadora, empezó a parecerme cada vez más incoherente la toma de decisiones en este colegio de religiosas indepes-progresistas con lo que es la fe católica. No solamente ya el desastre del currículo académico y la progresiva bajada de nivel de la materia que se imparte, además de la ideología zurda obligada, impuestos por el “mundo”; sino el hecho de que, en los últimos años, el centro implementara, y así nos fuera comunicado al inicio de curso, el paquete de “objetivos sostenibles” de la diabólica agenda 2030. En paralelo, se vivía el desarrollo del pontificado del Papa Francisco, sin el cual no habría sido posible que una “escuela católica” hiciera propios los objetivos de la agenda 2030.

Supongo que hay personas que pueden vivir compartimentando su obligación laboral y la vivencia de la fe. Al menos, eso me parecía percibir entre mis amigos, la práctica totalidad de ellos conservados desde el colegio, el club y los años universitarios en Pamplona, así como de la parroquia. Todo era un mismo ambiente, la idea de santificarse en medio del mundo por medio del trabajo. De ser buenos, de sembrar y hacer crecer en el mundo la semilla del Evangelio. Pero yo cada vez más solo, más incapaz de mantener con ellos las conversaciones de siempre sobre la Iglesia, la sociedad y la política. Cada vez estaba más en desacuerdo con todo y con todos.

Como consecuencia del creciente desasosiego que me producía esta situación, empecé a buscar cada vez con más desespero la soledad y el silencio. Silencio exterior al principio, que fue tornándose interior. Mi familia y mi novia comenzaban a lanzar indirectas cada vez más acuciantes para comprometernos y buscar fecha para casarnos; habíamos comenzado una relación relativamente tardía, los dos con veinticinco años, así que no debíamos esperar demasiado si teníamos claro que queríamos casarnos. Pero yo me sentía cada vez más lejos de esa realidad, más incómodo con mi vida. Casi sin darme cuenta, comencé a desplazar a mi chica de mi vida y empecé a pasar fines de semana en la hospedería del monasterio de Poblet. La regla de San Benito y su camino sencillo y claro hacia la santidad me calaron hasta los huesos. Me impresionaba mucho, siendo historiador, que hubieran existido comunidades viviendo según esa regla desde hacía prácticamente quince siglos. Que tantas personas hubieran alcanzado la santidad de esa manera tan aparentemente sencilla.

No hace falta decir que eso significó una crisis profunda con mi novia que ya no remontó, aunque la agonía se me hizo eterna; sus dramas y quejas comenzaron a intensificarse, pero yo no podía hacer nada. Vivía ya muy sumergido en el ideal de oración, estudio y trabajo de san Benito. Ella me dejó finalmente un viernes por la noche del año 2016, mientras cenábamos sushi tranquilamente. Se había dado por vencida. El sábado por la mañana, como ya tenía reservado, me marché al monasterio de Poblet, a pasar el fin de semana en su hospedería y a participar en la oración litúrgica con los monjes. Yo tenía 28 años y me había quitado un peso de encima. Pero continuaba teniendo muchos otros pesos; el principal, la creciente incapacidad que sentía de seguir desarrollando mi trabajo como profesor en una escuela infestada de modernismo eclesial, exultante con el pontificado de Francisco, que yo consideraba catastrófico.

Como buen conservador que era, la bipolaridad creciente entre la férrea defensa del papa como garante de la ortodoxia eclesial y las palabras y acciones de este papa me estaban produciendo un cortocircuito. Pensaba al principio que el problema era el papa Francisco y sus continuas salidas de tono y sus opiniones tan poco católicas. Pero en el ambiente en el que me movía, como con disimulo, comenzó a hablarse más de política que de Iglesia, incapaces de justificar lo injustificable y negar las evidencias: que la Iglesia se encontraba en una enorme crisis de confusión.

Cuando ahora miro hacia el pasado, me cuesta entender cómo pude procesarlo todo de manera tan lenta; cómo tardé tanto en ver lo que estaba ocurriendo. Me parece como un rompecabezas, en el que falta la imagen de conjunto hasta que todas las piezas están en su lugar. El caso es que, poco a poco, empecé a pasar casi todos los fines de semana y vacaciones en la hospedería del monasterio de Poblet. Allí encontraba la paz, rezando, en silencio. Y creo que, también, huyendo de plantearme la situación a fondo, viviendo compartimentado entre ambiente en el colegio, la situación eclesial y el refugio en el monasterio. Por aquellos años, me impactó mucho la lectura de “El espíritu de la liturgia”, que el papa Benedicto XVI había escrito como teólogo en el año 2001. La liturgia comenzó a cobrar más y más peso en la manera en que vivía la fe. Empecé a rezar el Oficio Divino todos los días, especialmente Laudes y Vísperas pero, siempre que podía, también Sexta y Completas. Pero Ratzinger hablaba de una manera de la liturgia que no se correspondía con las Misas a las que yo asistía. Y no sólo con las de la parroquia, sino tampoco con la misa monástica a la que asistía en Poblet…

Al mismo tiempo, comencé a comprender que la vida comunitaria no era para mí. Cierto es que los monjes hablaban poco, pero las horas de recreación y las excursiones comunitarias me sobraban. Y comencé a indagar sobre la vida religiosa solitaria, ermitaña, bajo la regla de san Benito.

A todo esto, estalló la pandemia del Covid y me quedé encerrado, como todos, en casa, con reuniones y clases telemáticas. Todo suspendido en el aire. Y las iglesias, cerradas por orden de los obispos. Me pareció una canallada y la acción más anti-cristiana posible. Tengo mucha devoción a san Carlos Borromeo y sólo podía pensar en la diferencia con lo que él había hecho cuando estallaron los brotes de peste y lo que hacía la jerarquía actual. Estaba indignado, rabioso contra los curas, los obispos y el papa, que empezó a predicar que nos vacunáramos todos y que hablaban solamente de la salud corporal y para nada de la salvación de las almas. Me parecía una vergüenza que mis amigos pensaran que asistían a Misa viendo a los curas de sus parroquias grabarse celebrando y emitiendo por Youtube.

En marzo de 2021 asistí por primera vez a Misa tradicional y en poco tiempo todo pareció encajar. Creo que la diferencia entre un católico conservador - cargado de buenas intenciones y amor a Dios y a la Iglesia, que lo ve todo con buenismo dulzón y sólo detecta “problemas aislados” causados por exabruptos de los progresistas - y un católico tradicional – es el hecho de contemplar claramente que la fe y la doctrina católicas de siglos de desarrollo orgánico tras ser divinamente reveladas siguen existiendo, son la respuesta natural a todo y no pueden ser contradichas ni alteradas. Y que las incoherencias y contradicciones que se vienen produciendo desde hace casi un siglo, pero especialmente tras el Concilio Vaticano II provienen de la toma de la jerarquía de la Iglesia por parte de modernistas rendidos al mundo.  


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